Recuerdo el día cuando, cursando mis primeros años de secundaria, llegó un profesor de inglés a traer la buena nueva: de ahora en adelante, íbamos a empezar cada clase rezando el padre nuestro. El bien intencionado profesor no hizo mucho caso de que estuviéramos en una escuela laica. Más grave aún, no se preguntó si entre sus alumnos se podían encontrar judíos, musulmanes, budistas o ateos. A ninguno de nosotros se nos ocurrió objetarle al profesor que irrespetaba la libertad de aquellos que no compartían su culto. Ignorábamos que al obligarnos a rezar el padre nuestro en una clase que no era de religión, el profesor cometía una falta grave: no separaba sus creencias privadas del papel público que debía desempeñar.
Más adelante, me toparía con otros profesores curiosamente aletargados cuando de transmitir su conocimiento se trataba, pero súbitamente entusiastas al tomar posición en cuestiones de política dentro del aula de clase. Se evidenciaba así que lo que al profesor le apasionaba era que los estudiantes pensaran como él, o que lo reconfortaran en su manera de opinar; más que cumplir como maestro, le interesaba gozar de la popularidad de un caudillo y ejercer la fascinación de un demagogo.
De la religión y de la política en el aula de clase. Las tomas de posición en materia de religión o política –que se pronuncian sobre el valor de la cultura y sobre cuál debe ser el comportamiento del hombre en una comunidad cultural y política– no tienen su lugar dentro del aula de clase . Tiene lugar en cambio el análisis objetivo de los hechos y de las diferentes producciones culturales. Coincidimos en este punto con los análisis de Max Weber, según el cual “ no está en las aulas el puesto del demagogo o del profeta ”, sino en la plaza pública donde se les puede hacer críticas .
Dentro del aula de clase, el profesor ocupa una posición de autoridad; su opinión no tiene el mismo peso que la de sus estudiantes. Porque no se atreve a desafiar la autoridad del profesor, o por miedo a romper la suerte de comunión sectaria que se ha establecido entre el caudillo y sus seguidores (y verse así excluido), el estudiante no será fácilmente proclive a contradecir al maestro.
El político y el profeta pueden seducir por la palabra que es propaganda para convencer, o parábola que intenta convertir. Por el contrario, si bien el maestro goza de cierta aura al ocupar una posición de autoridad, abusa de su poder de seducción cuando emplea su libertad de cátedra para influenciar la opinión de sus alumnos; cuando, en lugar de ofrecerles los instrumentos de análisis para que estos se formen su propio juicio, toma partido a favor de un partido político o de una práctica religiosa.
Evitar el abuso de la seductora posición de autoridad es una tarea tanto más difícil por cuanto los mismos alumnos formulan muchas veces –explícita o implícitamente– el deseo de ver a su profesor vestir el hábito de profeta que recete cómo pensar y juzgar, para de esa manera no enfrentar la angustia que acompaña el esfuerzo de juzgar por sí mismo.
El verdadero maestro es aquel que, en lugar de ceder a la facilidad de comulgar con sus alumnos, no satisface el deseo que estos le formulan indirectamente (a saber, callar el conflicto que acompaña la actividad de pensar). El verdadero maestro sabrá encontrar la manera de reconciliarlos con esa inquietud que buscaban expulsar fuera de sí, y mostrarles que esta es en realidad muy fecunda para el desarrollo de su propio poder de pensamiento y juicio, el único poder al cual podrán recurrir en última instancia para responder a las preguntas fundamentales de su vida: “¿Qué debo hacer? ¿Cómo debo vivir? ¿Cuál es el sentido de la vida?”. El verdadero maestro es consciente de que su libertad de cátedra solo tiene sentido cuando está puesta al servicio del derecho del alumno, en tanto individuo aún en formación: el derecho a disfrutar de un espacio de libertad propicio al análisis sereno y objetivo.
A lo dicho se le objeta a menudo que los profesores no logran siempre disimular sus simpatías o antipatías políticas, que la neutralidad total no existe, y que por tanto es una hipocresía que no merece ser observada como principio. Ese no es sin embargo un argumento válido para descartar la neutralidad como ideal regulador. Si lleváramos este razonamiento hasta sus últimas consecuencias, entonces habría que renunciar a la objetividad como ideal científico, porque la objetividad total no es de este mundo; de la misma manera, como una persona completamente honesta no existe, habría que renunciar a la honestidad como ideal, y no hacer mayor caso de la corrupción. El cinismo con el cual se eleva al rango de norma lo que es, y no lo que debe ser , contribuye sin duda al deterioro de la calidad de la educación pública y de las instituciones de este país en general.
Persistimos en creer que la neutralidad es posible, y que la neutralidad absoluta , si bien inalcanzable, es la Idea que nos orienta en nuestra práctica. El compromiso con esa idea “es éticamente muy otra cosa que ese olvido de la simple probidad intelectual que se produce cuando alguien no tiene ánimo bastante para darse cuenta de su propia postura básica y se facilita a sí mismo esa obligación por el camino fácil de relativizarla (nuestra itálica)” (Max Weber, El político y el científico ).
Educar a la libertad y a la democracia. Pensar por sí mismo y pensar en el lugar del otro, son dos principios fundamentales de la vida del espíritu que Kant elevó al rango de máximas del pensamiento, y que el educador debe transmitir a sus estudiantes, como una tarea apasionante y urgente, además de brindarles el conocimiento sólido de las ciencias puras, de la historia, de la lengua, de la filosofía, y de las artes.
Lo que Kant llama “pensar en el lugar del otro”, que significa pensar contemplando siempre la posibilidad de un punto de vista adverso y legítimo, corresponde según Hannah Arendt a la actividad de juzgar , que se distingue del simple pensar : mientras este es un ejercicio solitario, un “diálogo interior y silencioso del alma con sí misma” (Platón), el juicio, como facultad de pensar en el lugar del otro, supone la inscripción del sujeto en un espacio de sentido compartido, que por su carácter plural es eminentemente político . Al pensar en el lugar del otro, estoy ejerciendo una facultad propiamente política. Ahí estriba la relación muchas veces evocada entre la calidad de la educación pública y la estabilidad de la democracia. La democracia moderna exige que sus ciudadanos sean capaces de ejercer su facultad de juzgar con madurez, para así elegir responsablemente la forma de vida en común que desean. Si en la escuela pública no se observa adecuadamente el principio de neutralidad política y religiosa, se obstaculiza el desarrollo de la facultad de juzgar sobre la cual se basa la estabilidad de la democracia. Minimizar el perjuicio a que este tipo de abusos expone, es en realidad tener en muy baja estima el ideal de la libertad de pensamiento y de juicio, sin el cual la democracia y la paz no pueden mantenerse.
Parece urgente promover un debate nacional sobre este apremiante problema, en el que no solo se exprese la preocupación y la necesidad de una mejoría, sino que además se elabore una reflexión de fondo sobre los fundamentos de la vocación del educador, sobre los derechos y límites a los que debe atenerse su libertad de cátedra, sobre el horizonte hacia el cual se debe encaminar a las jóvenes generaciones que serán la base del “vivir juntos” del mañana. Esperanzador sería si en ese debate nacional el problema de la calidad de la educación pública levantara tanta pasión como el TLC.
Más adelante, me toparía con otros profesores curiosamente aletargados cuando de transmitir su conocimiento se trataba, pero súbitamente entusiastas al tomar posición en cuestiones de política dentro del aula de clase. Se evidenciaba así que lo que al profesor le apasionaba era que los estudiantes pensaran como él, o que lo reconfortaran en su manera de opinar; más que cumplir como maestro, le interesaba gozar de la popularidad de un caudillo y ejercer la fascinación de un demagogo.
De la religión y de la política en el aula de clase. Las tomas de posición en materia de religión o política –que se pronuncian sobre el valor de la cultura y sobre cuál debe ser el comportamiento del hombre en una comunidad cultural y política– no tienen su lugar dentro del aula de clase . Tiene lugar en cambio el análisis objetivo de los hechos y de las diferentes producciones culturales. Coincidimos en este punto con los análisis de Max Weber, según el cual “ no está en las aulas el puesto del demagogo o del profeta ”, sino en la plaza pública donde se les puede hacer críticas .
Dentro del aula de clase, el profesor ocupa una posición de autoridad; su opinión no tiene el mismo peso que la de sus estudiantes. Porque no se atreve a desafiar la autoridad del profesor, o por miedo a romper la suerte de comunión sectaria que se ha establecido entre el caudillo y sus seguidores (y verse así excluido), el estudiante no será fácilmente proclive a contradecir al maestro.
El político y el profeta pueden seducir por la palabra que es propaganda para convencer, o parábola que intenta convertir. Por el contrario, si bien el maestro goza de cierta aura al ocupar una posición de autoridad, abusa de su poder de seducción cuando emplea su libertad de cátedra para influenciar la opinión de sus alumnos; cuando, en lugar de ofrecerles los instrumentos de análisis para que estos se formen su propio juicio, toma partido a favor de un partido político o de una práctica religiosa.
Evitar el abuso de la seductora posición de autoridad es una tarea tanto más difícil por cuanto los mismos alumnos formulan muchas veces –explícita o implícitamente– el deseo de ver a su profesor vestir el hábito de profeta que recete cómo pensar y juzgar, para de esa manera no enfrentar la angustia que acompaña el esfuerzo de juzgar por sí mismo.
El verdadero maestro es aquel que, en lugar de ceder a la facilidad de comulgar con sus alumnos, no satisface el deseo que estos le formulan indirectamente (a saber, callar el conflicto que acompaña la actividad de pensar). El verdadero maestro sabrá encontrar la manera de reconciliarlos con esa inquietud que buscaban expulsar fuera de sí, y mostrarles que esta es en realidad muy fecunda para el desarrollo de su propio poder de pensamiento y juicio, el único poder al cual podrán recurrir en última instancia para responder a las preguntas fundamentales de su vida: “¿Qué debo hacer? ¿Cómo debo vivir? ¿Cuál es el sentido de la vida?”. El verdadero maestro es consciente de que su libertad de cátedra solo tiene sentido cuando está puesta al servicio del derecho del alumno, en tanto individuo aún en formación: el derecho a disfrutar de un espacio de libertad propicio al análisis sereno y objetivo.
A lo dicho se le objeta a menudo que los profesores no logran siempre disimular sus simpatías o antipatías políticas, que la neutralidad total no existe, y que por tanto es una hipocresía que no merece ser observada como principio. Ese no es sin embargo un argumento válido para descartar la neutralidad como ideal regulador. Si lleváramos este razonamiento hasta sus últimas consecuencias, entonces habría que renunciar a la objetividad como ideal científico, porque la objetividad total no es de este mundo; de la misma manera, como una persona completamente honesta no existe, habría que renunciar a la honestidad como ideal, y no hacer mayor caso de la corrupción. El cinismo con el cual se eleva al rango de norma lo que es, y no lo que debe ser , contribuye sin duda al deterioro de la calidad de la educación pública y de las instituciones de este país en general.
Persistimos en creer que la neutralidad es posible, y que la neutralidad absoluta , si bien inalcanzable, es la Idea que nos orienta en nuestra práctica. El compromiso con esa idea “es éticamente muy otra cosa que ese olvido de la simple probidad intelectual que se produce cuando alguien no tiene ánimo bastante para darse cuenta de su propia postura básica y se facilita a sí mismo esa obligación por el camino fácil de relativizarla (nuestra itálica)” (Max Weber, El político y el científico ).
Educar a la libertad y a la democracia. Pensar por sí mismo y pensar en el lugar del otro, son dos principios fundamentales de la vida del espíritu que Kant elevó al rango de máximas del pensamiento, y que el educador debe transmitir a sus estudiantes, como una tarea apasionante y urgente, además de brindarles el conocimiento sólido de las ciencias puras, de la historia, de la lengua, de la filosofía, y de las artes.
Lo que Kant llama “pensar en el lugar del otro”, que significa pensar contemplando siempre la posibilidad de un punto de vista adverso y legítimo, corresponde según Hannah Arendt a la actividad de juzgar , que se distingue del simple pensar : mientras este es un ejercicio solitario, un “diálogo interior y silencioso del alma con sí misma” (Platón), el juicio, como facultad de pensar en el lugar del otro, supone la inscripción del sujeto en un espacio de sentido compartido, que por su carácter plural es eminentemente político . Al pensar en el lugar del otro, estoy ejerciendo una facultad propiamente política. Ahí estriba la relación muchas veces evocada entre la calidad de la educación pública y la estabilidad de la democracia. La democracia moderna exige que sus ciudadanos sean capaces de ejercer su facultad de juzgar con madurez, para así elegir responsablemente la forma de vida en común que desean. Si en la escuela pública no se observa adecuadamente el principio de neutralidad política y religiosa, se obstaculiza el desarrollo de la facultad de juzgar sobre la cual se basa la estabilidad de la democracia. Minimizar el perjuicio a que este tipo de abusos expone, es en realidad tener en muy baja estima el ideal de la libertad de pensamiento y de juicio, sin el cual la democracia y la paz no pueden mantenerse.
Parece urgente promover un debate nacional sobre este apremiante problema, en el que no solo se exprese la preocupación y la necesidad de una mejoría, sino que además se elabore una reflexión de fondo sobre los fundamentos de la vocación del educador, sobre los derechos y límites a los que debe atenerse su libertad de cátedra, sobre el horizonte hacia el cual se debe encaminar a las jóvenes generaciones que serán la base del “vivir juntos” del mañana. Esperanzador sería si en ese debate nacional el problema de la calidad de la educación pública levantara tanta pasión como el TLC.
2 comentarios:
Imagina q bueno y retroalimentante seria que cualquier tema que nos haga crecer como sociedad fuera un boom como lo ha sido el tlc. Seria otro CR definitivamente. Empecemos por el sistema, es un sistema cerrado donde se encacilla a las personas. Q pobreza pero asi es!! Mira por ejemplo las personas del no al TLC, inclusive dejan de escribir en un blog q es literario pq la persona q lo hace es si al TLC. Por favor ubiquemonos, emprecemos por ahi. No seamos cerrados, no nos dejemos encacillar.
AZLS OC CDLAO
Sí sería bueno que se promoviera la libertad de cátedra desde épocas tempranas de la educación y no sólo en la U. En las escuelas aprendemos de las diferencias culturales, económicas, sociales, etc porque compartimos con otras personas todas ellas distintas entre sí, pero claro más en una escuela pública. Esa vara de la religión habría que quitarla, o cambiarla por clases de reflexión espitirual o valores sin distingo de la religión o una clase donde se enseñe sobre diversidad cultural, de modo que se incentive la tolerancia.
Y sin duda bien apunta Amorexia en el punto de que otros temas se discutiesen y levantaran tanto interés como lo ha logrado el tema del TLC.
Más allá de cuál posición predomine en el referendum, una gran ganancia que ha dejado este intercambio de ideas en torno al TLC, y de cuya idea nació este espacio, es este cambio hacia una más amplia participación de l@s ciudadan@s en temas nacionales. Ojalá la gente se siga involucrando tanto como lo ha hecho ahora, así los políticos no podrán hacer lo que les venga en gana, sin antes pasar por el contro l político de las personas (antes solo votantes).
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